Ven Señor Jesús

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Vengan a mí

Sosiego, serenidad,
aparentas en tu alma…
si llega la adversidad,
veo que pierdes la calma.
Ese aparente sosiego,
tu paciencia mientras callas,
te van dando presión dentro
hasta que de golpe estallas.
¿No será que no es verdad,
que no tienes armonía,
que es la tuya falsa paz
que la ira contamina?.


Es solo superficial
esa calma que aparentas,
y cualquier contrariedad
hace estallar la tormenta…
Si por completo te das,
la vida tendrá sentido:
en Él podrás descansar,
tendrás reposo y alivio.
Pídele al Señor sus dones,
su paz y su mansedumbre,
pídele que te perdone
y que su Gracia te alumbre.


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¿Por qué la gente se grita?

Un día un sabio preguntó a sus discípulos lo siguiente:

– ¿Por qué la gente se grita cuando están enojados?

Los hombres pensaron unos momentos:

– Porque perdemos la calma – dijo uno – por eso gritamos

– Pero ¿por qué gritar cuando la otra persona está a tu lado? – preguntó una vez más ¿No es posible hablarle en voz baja? ¿Por qué gritas a una persona cuando estás enojado?

Los hombres dieron algunas otras respuestas pero ninguna de ellas satisfacía al maestro.

Finalmente él explicó: – Cuando dos personas están enojadas, sus corazones se alejan mucho. Para cubrir esa distancia deben gritar, para poder escucharse. Mientras más enojados estén, más fuerte tendrán que gritar para escucharse uno a otro a través de esa gran distancia.

Luego preguntó: – ¿Qué sucede cuando dos personas se enamoran? Ellos no se gritan sino que se hablan suavemente, por qué? Sus corazones están muy cerca. La distancia entre ellos es muy pequeña.

Continuó: – Cuando se enamoran más aún, qué sucede? No hablan, sólo susurran y se vuelven aún más cerca en su amor. Finalmente no necesitan siquiera susurrar, sólo se miran y eso es todo. Así es cuan cerca están dos personas cuando se aman.

Luego el sabio concluyó: Cuando discutan no dejen que sus corazones se alejen, no digan palabras que los distancien más, llegará un día en que la distancia sea tanta que no encontrarán más el camino de regreso.

Proverbios 15, 1 «La respuesta suave quita la ira; mas la palabra áspera hace subir el furor.»


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Los frutos de Dios nacen del corazón

Jesucristo en el Evangelio nos pone una parábola en la que narra lo que sucede con unos niños que están en una plaza y les dicen a sus compañeros: «Os hemos tocado la flauta y no habéis bailado; os hemos entonado endechas y no os habéis lamentado». A veces, así podemos ser los seres humanos: Jesucristo nos habla y nos orienta, y nosotros no le hacemos caso, seguimos actuando a nuestro estilo, a nuestro modo, sin preocuparnos demasiado de lo que se nos está diciendo. Lógicamente, el hecho de que hay alguien que anuncia, y el que tiene que recibir el anuncio no quiera recibirlo, tiene sus consecuencias y, a veces, consecuencias muy serias.

La tarea de hacer presente a Cristo, de anunciar la venida del Señor, no es una tarea que se realiza de una forma misteriosa, extraña, sino que es una tarea que se lleva a cabo de una manera particular a través de las mediaciones humanas. Es decir, por medio de diversos precursores que Dios nos va mandando. Sin embargo, cuántas veces el precursor puede no ser recibido, como lo vemos en el Evangelio, cuando Cristo dice: «Vino Juan, que no comía ni bebía y dijeron: ‘Tiene un demonio’. Viene el Hijo del hombre, y dicen: ‘Ese es un glotón y un borracho; amigo de publicanos y gente de mal vivir».

A cada uno de nosotros el Señor nos manda ser precursores. Y como precursores, nos toca hablar, nos toca manifestar y nos toca proclamar con nuestro testimonio lo que es Dios en la vida del hombre. Podemos ser acogidos y comprendidos y tener grandes éxitos; o por el contrario, podemos no ser recibidos y encontrar, aparentemente, esterilidad. Sin embargo, como dice Jesús en la última frase de este Evangelio: «La sabiduría de Dios se justifica a sí misma por sus obras».

Si nosotros queremos ser verdaderos precursores de Cristo es necesario que nunca dejemos de entregarnos, que siempre mantengamos con la misma frescura la donación de nosotros mismos, independientemente de los frutos que veamos. A lo mejor nos moriremos y no veremos los frutos que queríamos obtener. Sin embargo, nosotros no sembramos para esta vida, sembramos para la vida eterna: «Dichoso aquel que no se guía por mundanos criterios […]. Es como un árbol plantado junto al río, que da fruto a su tiempo y nunca se marchita». Los frutos de Dios —nunca lo olvidemos— con mucha frecuencia son frutos interiores, son frutos que nacen del corazón y que a veces se quedan en él.

Autor: P. Cipriano Sánchez LC

 


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Mirada de Dios

«Dios ve, es decir que vuelve su rostro hacia el hombre, y por eso mismo, da al hombre su propio rostro. Soy yo mismo porque él me ve. El alma vive de la mirada de amor que Dios envía sobre ella. Se da en esto una profundidad infinita, un bienaventurado misterio. Dios es el que ve con amor; por su mirada las cosas son lo que son; por su mirada, soy yo mismo «

Esta presencia creadora de Dios que te rodea es pues una presencia universal de amor (Sal 139, 13-22). Al crearte, Dios te llama y está delante de ti como un «tú». Si existes es porque eres una obra del amor de Dios.


Autor: Jean Lafrance


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El gran acto por la vida

«Porque en otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad. Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, antes bien, denunciadlas. Cierto que ya sólo el mencionar las cosas que hacen ocultamente da vergüenza; pero, al ser denunciadas, se manifiestan a la luz. Pues todo lo que queda manifiesto es luz. Por eso se dice: Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo » (Ef 5,8-14).

«Despierta tú que duermes» nos decía el Señor. Nos animaba a ponernos en marcha, a abandonar nuestra comodidad, nuestros asuntos, nuestra economía: «levántate de entre los muertos»; ponte en marcha, muéstrate, «y te iluminará Cristo». En efecto, nosotros no podemos iluminarnos a nosotros mismos, no podemos ser luz de nadie si no es por la gracia de Cristo.

Así empieza la palabra, recordándonos de dónde venimos y quienes somos los cristianos: «en otro tiempo fuisteis tinieblas»; para que nadie se engría pues todos hemos renacido de la muerte, del pecado, no por nuestros méritos sino por la gracia derramada por la Resurrección de Cristo; y nada podemos sin él.

«Mas ahora sois luz en el Señor» decía la palabra a la asamblea, para que nadie se sienta poca cosa, que no tiene capacidad de actuar. Nos hace presente la elección que nuestro Señor ha hecho en nosotros, en cada uno de nosotros, por puro amor. Que hemos sido elegidos en función suya: «Y murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» dice San Pablo en 2Cor 5,15.

Por eso nos pide «vivid como hijos de la luz», y » no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, antes bien, denunciadlas «. Por que precisamente aquel día nos habíamos reunido con el convencimiento de que realmente la sociedad estaba – está – caminando en tinieblas, y que nosotros debíamos – debemos – manifestarlo de alguna manera. Aquel acto en sí mismo daba cumplimiento ya a esta Palabra, pues la asamblea allí reunida – con una extraordinaria presencia de familias, jóvenes, niños, ancianos – fue luz de la sociedad.


Autor: Jorge Cabot


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Salmo 138

Te doy gracias, Señor, de todo corazón,
te cantaré en presencia de los ángeles.
2 Me postraré ante tu santo Templo,
y daré gracias a tu Nombre
por tu amor y tu fidelidad,
porque tu promesa ha superado tu renombre.3 Me respondiste cada vez que te invoqué
y aumentaste la fuerza de mi alma.

4 Que los reyes de la tierra te bendigan
al oír las palabras de tu boca,
5 y canten los designios del Señor,
porque la gloria del Señor es grande.

6 El Señor está en las alturas,
pero se fija en el humilde
y reconoce al orgulloso desde lejos.

7 Si camino entre peligros, me conservas la vida,
extiendes tu mano contra el furor de mi enemigo,
y tu derecha me salva.

8 El Señor lo hará todo por mí.
Tu amor es eterno, Señor,
¡no abandones la obra de tus manos!